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Los fusilados del

Puente Pueyrredón

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Hay acontecimientos políticos que develan su real magnitud histórica con el paso del tiempo. Sucedió en 1996, cuando el golpe de estado que había dado inicio a la última dictadura militar adquirió pleno sentido en medio del auge menemista. Y lo mismo ocurre hoy, al cumplirse veinte años de la Masacre de Puente Pueyrredón.

Aquel 26 de junio de 2002, dos jóvenes luchadores fueron asesinados por la policía bonaerense en el marco de una multitudinaria protesta piquetera. Darío Santillán, de 21 años, y Maximiliano Kosteki, de 25, militaban en el Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón y eran protagonistas de una rebelión popular que había conocido su clímax cuando el mal gobierno del presidente radical Fernando de La Rúa fue eyectado por una potente movilización callejera.

Los autores materiales de ese hecho de sangre fueron juzgados y condenados, pero sus responsables políticos permanecen impunes. La investigación que ahora publicamos contiene una reconstrucción detallada de cómo la cacería policial se organizó desde lo más alto del poder del estado, en ese entonces presidido por el dirigente justicialista Eduardo Duhalde. Y ofrecemos testimonios e imágenes inéditas que contribuyen a probar esa verdad histórica.

La hipótesis que proponemos podría formularse del siguiente modo: si la escena fue armada con premeditación por varios ministros del gobierno nacional, luego la salvaje policía bonaerense tuvo rienda suelta para actuar con alevosía, y tras el hecho consumado las autoridades quisieron imponer una mentira grande como una casa con el objetivo de encubrir la acción, pues parece obvio que se trató de un plan fríamente calculado por el poder político para disciplinar de manera violenta a la protesta social.

Siguiendo el procedimiento deductivo elemental, hay otro supuesto que podríamos dejar sentado: el crimen de los manifestantes fue una pieza indispensable de la estrategia elegida, no un exceso atribuible al error humano. Una consecuencia necesaria. La frutilla del postre.

Para que algo tan miserable no se repita una y otra vez, hay que hacer justicia.

Gala Abramovich y Dan Damelio

El informe comienza con un corto audiovisual realizado especialmente por el cineasta Patricio Escobar para este aniversario, con nuevas entrevistas a los principales implicados políticos, veinte años después.

La parte uno, “el armado”,  describe la secuencia política que se inicia con la Cumbre de Santa Rosa (La Pampa), realizada el 26 de mayo de 2002 entre Eduardo Duhalde y los gobernadores oficialistas, señal de largada de los preparativos represivos.

La parte dos, “el operativo”, analiza el carácter anómalo del procedimiento ejecutado por las fuerzas de seguridad el día 26 de junio de 2002 y demuestra que los asesinatos no fueron casualidad o mala suerte, sino un desenlace indefectible.

La parte tres, “el encubrimiento”, examina la estrategia narrativa desplegada por el gobierno nacional durante las 30 horas que siguieron al fusilamiento en la Estación Avellaneda: la unanimidad de ese coro y el carácter inverosímil de su versión, constituye una prueba manifiesta de la intencionalidad asesina que los animó.

A modo de conclusión, incluimos un breve manifiesto sobre el legado de la Masacre del Puente Pueyrredón para nuestro presente, y la urgencia de recuperar el espíritu de lucha de Darío y Maxi.

Parte uno. el armado

La decisión se tomó exactamente un mes antes, el domingo 26 de mayo de 2002, en la ciudad de Santa Rosa, La Pampa. Esa noche el presidente Eduardo Duhalde se reunió con los más importantes gobernadores peronistas. Y algo cambió.
El entonces mandamás de la provincia de Buenos Aires, Felipe Solá, lo recuerda así: “Duhalde venía de Europa y yo pensé que juntaba a los gobernadores para renunciar. Fuimos a La Pampa y no era para renunciar, sino para reafirmar su poder”.
Lavagna había asumido un mes antes, el 27 de abril, en reemplazo de Jorge Remes Lenicov, quien tuvo que renunciar debido a la intensa presión ejercida por los funcionarios del Fondo. El propio Duhalde, en la cronología que elaboró para su libro Memorias del Incendio, recuerda aquella crisis en los siguientes términos: “Mayor presión política contra los ministros de Economía y Producción. El secretario del Tesoro norteamericano dijo que el problema argentino no es económico sino de liderazgo político. Así, apura a Duhalde para que cumpla con el FMI”.
En un artículo titulado “La política económica del primer cuatrimestre de 2002”, Remes Lenicov describe la postura del Fondo Monetario en aquel período: “Su planteo era descabellado, porque conducía al caos (…) su constante presión mediática, apoyada por poderosos sectores locales, agravó la situación. Dichas exigencias, por su dureza e inflexibilidad, marcaron un hito en la relación, pues confirmaron nuestras presunciones de que el FMI no quería ayudar a la Argentina. Claramente había que seguir solos, sin ningún tipo de ayuda externa para salir de la crisis. Argentina fue el único caso en el mundo que no solo no recibió fondos frescos, sino que debió pagar al conjunto de los organismos internacionales u$s 4.098 millones en 2002 y u$s 2.414 millones en 2003; al FMI en el período 2002/03 se les pagó u$s 2.174 millones”.
Entre las peticiones formuladas por el FMI estaba el recorte del déficit fiscal de las Provincias en un 60%. Los gobernadores se negaban a comprometerse con un ajuste tan salvaje en plena crisis social galopante. Pero en Santa Rosa pudo más el anhelo de orden y el plan de estabilización duhaldista logró la venía de los coroneles del peronismo: el piloto santafecino Carlos Reutemann; el “gallego” De La Sota, conductor de la siempre decisiva Córdoba; el patrón salteño Juan Carlos Romero; y el anfitrión pampeano Rubén Marín. El administrador de la provincia más grande del país, Felipe Solá, había asumido pocos meses atrás y se dedicaba a acatar. Sólo un mandatario provincial hizo sentir su voz disonante y exigió el inmediato llamado a elecciones, para que el poder político recuperara algo de la legitimidad perdida.
Ahora bien, los gobernadores solicitaron algo muy concreto a cambio de su respaldo: había llegado la hora de escarmentar a quienes manifestaban diariamente su descontento en la calle. Lo cuál suponía un cambio de 180 grados en la política de seguridad adoptada por el Estado nacional, desde que la represión a la protesta ordenada por Fernando de La Rúa el 20 de diciembre de 2001, ocasionara 5 muertos en los alrededores de la Plaza de Mayo, y 39 asesinatos en todo el país.
El razonamiento de los mandatarios provinciales, hay que decirlo, tenía coherencia interna. Además de la pegadiza consigna que retumbó durante aquellos meses en cada palacio gubernamental, “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, dos criterios unificaban a quienes se habían rebelado a lo largo y ancho del país: ya basta de ajuste, no más represión. Si a la clase dirigente no le quedaba otra que recortar, entonces había que dar palo. Si querés orden, no te hagas el progresista.

el límite de la pampa

El planteo de mano dura que se impuso en La Pampa trascendió públicamente gracias al viejo y peludo off the record. El entonces Ministro de Seguridad Juan José Álvarez, más conocido como Juanjo, era un hábil cultor de este género tan caro a la política vernácula. Mario Wainfeld recogió su versión en Página 12: “Romero y el dueño de casa Rubén Marín le reprocharon a Duhalde la falta de energía para reprimir las protestas callejeras. José Manuel de la Sota se sumó manifestando que ‘no se puede permitir que circulen encapuchados por las calles’. El secretario del área les replicó duramente. Al pampeano le preguntó: ‘¿Por qué vos, que pedís mano dura en Buenos Aires, no hacés nada con los que nos vienen escrachando y puteando desde que llegamos acá? Porque sabés que eso te sepulta’. A De la Sota le señaló: ‘a mí tampoco me gustan los encapuchados. Pero, contáme, Gallego, ¿qué delito cometen? ’. De la Sota, abogado como Alvarez, no tuvo respuesta legal, pero insistió en la necesidad ‘política’ de hacer tronar cierto escarmiento contra los manifestantes”.
En la entrevista que le realizó el cineasta Patricio Escobar para esta investigación, Juanjo Álvarez da detalles: lo que me plantean es que estaban disconformes con la política de seguridad que yo estaba implementando. Básicamente ellos pensaban que había que actuar con más fuerza, con más energía, que la policía tenía que tener una presencia más activa”. Luego agrega: “yo tenía también, dentro del gabinete nacional, ministros que tampoco estaban de acuerdo, al igual que los gobernadores, con nuestra posición”. El ex ministro va más lejos en la caracterización del momento: “yo sentí que estaba en una posición muy minoritaria. No había un gran acuerdo ni entre los gobernadores, ni en los ministros, ni en los sectores empresariales, respecto de la política que nosotros estábamos llevando adelante. Respondí que la policía tuvo toda la actividad, toda la presencia y toda la firmeza que la situación requería en función del elemento que yo manejaba. Uno tiene que ser realista, uno diagrama acciones en función de los recursos que tiene”. Y concluye: “Yo tenía claro que todos querían una acción más expeditiva por parte del estado, más como diciendo ‘hasta acá se llegó, acá está el límite’”.
Otro de los presentes, Felipe Solá, confirma que aquel día en La Pampa hubo un punto de inflexión: “Varios gobernadores hablaron fuertemente de lo que llamaban la pérdida de la calle por parte del peronismo (…) Y el peronismo que venía del menemismo, el que estaba en ese momento, en lugar de ganar la calle con sus militantes lo quería hacer reprimiendo. El peronismo perdió la calle, decían: ¿y la piensa recuperar con la policía?”. Desde detrás de la cámara, Patricio Escobar pregunta cuál fue la posición del presidente Duhalde en esa discusión: “No recuerdo la opinión de Duhalde. Sí había gente de Duhalde que acordaban con eso, como Matzkin y Atanasof, que estaban ahí”.
Como si hubiera sido un espectador y no un protagonista de la escena, el ex gobernador Solá llegó dos décadas después al siguiente corolario: “para mí fue una especie de decisión de decir basta, tomada por quienes estaban abajo de Duhalde, avalada por algunos gobernadores”. También cierra con una apreciación de diván: “yo pienso que Duhalde fue ingenuo o dejó actuar; y tengo que decir eso de él, porque lo mismo me pasó a mí”.

y la orquesta empezó a tocar

La idea de que existen distintos bandos al interior de un mismo gobierno, unos catalogados como “halcones” y otros autopercibidos como “palomas” es un clásico de los comentaristas que se ocupan de las internas del poder, tratando de encontrar allí el sentido de la política. Dicha narrativa resulta útil, en este caso, para tomar nota de la unanimidad que se fue gestando a medida que se acercaba el 26 de junio de 2002, fecha en la que el Movimiento de Trabajadores Desocupados Anibal Verón y el Bloque Piquetero Nacional habían anunciado una jornada de cortes simultáneos en varios puentes del conurbano bonaerense, con el objetivo de interrumpir la circulación desde y hacia la Ciudad de Buenos Aires.
El lunes 17 de junio, según un cable de la agencia de noticias DyN, el propio presidente Duhalde pareció dar la señal de largada: “los intentos de aislar a la Capital no pueden pasar más; tenemos que ir poniendo orden”, dijo.
Al día siguiente, el “palomo” Juanjo Álvarez subió la apuesta: “Los intentos de aislar totalmente la Capital serán considerados una acción bélica”, dijo según Clarín en el contexto de una reunión con los principales jefes de las fuerzas de seguridad federales. Era evidente que le estaban soltando las riendas a las fieras.
Una semana más tarde el canciller Carlos Ruckauf, ante un auditorio nutrido de oficiales de la Fuerza Aérea, declaró sentirse orgulloso por haber firmado en 1975 los decretos de aniquilamiento que desataron la represión genocida, afirmó que volvería a hacerlo “sin vacilar”, y agregó amenazante que se avecinaban “días de desbordes”.
En la previa del día señalado el jefe de Gabinete Alfredo Atanasof anunció que se utilizarían “todos los mecanismos para hacer cumplir la ley”, calificó la decisión de cortar los puentes como un “acto irracional”, dijo además no saber “qué fines persiguen los dirigentes”, y consideró que su metodología no hace más que “contribuir al caos”.
La alusión a la intencionalidad de los manifestantes no era aleatoria: por esas horas circuló en las oficinas de la Casa Rosada un informe presentado por el jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), el rionegrino Carlos Soria, a partir de un trabajo de espionaje ilegal confeccionado por agentes que habían participado de la Asamblea Nacional Piquetera desarrollada los días 22 y 23 de junio en el estadio Gatica de Villa Domínico, partido de Avellaneda. El dossier clasificado sostenía que las organizaciones de desocupados preparaban un golpe desestabilizador, lo cual era la excusa perfecta para una represión “en defensa de las instituciones”. Una vez más, como durante la dictadura militar, la amenaza contra la democracia provenía del propio pueblo, y no de quienes arruinaban la vida del soberano.
El actual ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández, entonces Secretario General de la Presidencia, fue un eficiente propalador televisivo de la infame versión conspirativa.
En un artículo de opinión publicado en Página 12 al día siguiente de la matanza, el periodista Miguel Bonasso escribe: “Un juez de la nación le anticipó a este cronista, hace 72 horas, que se preparaba una violenta represión contra los piqueteros en el Puente Pueyrredón. Ojo –dijo el magistrado–, van a meter bala. El magistrado lo sabía por personal de seguridad con el que estaba en contacto debido a sus funciones”.
La escena del crimen había quedado preparada.

un service para la gobernabilidad

Hagamos un baño de inmersión en los subsuelos de la inteligencia estatal, porque todo parece indicar que la SIDE tuvo un papel destacado en la coordinación de la masacre del Puente Pueyrredón. El verdadero artífice del espionaje interno no era tanto el “señor 5”, es decir el Secretario Soria, sino su segundo en la cadena jerárquica, Oscar Rodríguez, un duhaldista químicamente puro. En la tradición de los servicios secretos locales, al Subsecretario se lo conoce como “señor 8”. Ambos funcionarios eran nombrados por el Presidente de la República, mientras los Directores surgían desde las entrañas del organismo.
Con el despuntar del siglo se iniciaba también el reinado del famoso Jaime Stiuso, quien ya ejercía la titularidad de la Dirección General de Operaciones. Pero su fuerte siempre fue la articulación con el espionaje internacional, que manejaba desde la base de la calle Estados Unidos. La “reunión interior” funcionaba en el edificio de la calle Billinghurst, cuyo sector estratégico era el departamento “AMBA”, es decir el Área Metropolitana de Buenos Aires. Un viejo habitante de la sede central ubicada en 25 de Mayo 11, dice que Billinghurst era a la SIDE lo que Campo de Mayo era al Batallón 601. Allí se recibían los partes de inteligencia emitidos por las diferentes bases y la red de agentes desplegados por el conurbano y la Capital Federal.
Desde ese sitial actuó Rodríguez, jerarca del municipio Presidente Perón, territorio donde comenzó su carrera policial el comisario Alfredo Fanchiotti, un 20 de enero de 1978, a su 23 años. El principal protagonista de la masacre de la Estación Avellaneda había servido durante una larga década en el territorio que manejaba el hombre que el presidente designó para operar desde las sombras durante aquel torrentoso 2002.
Oscar Rodríguez tenía puesta la camiseta de los “halcones”, pero algo lo hermanaba con el capitán de las “palomas”, Juanjo Álvarez. Ambos habían ocupado hasta hacía muy poco la intendencia en distritos surgidos de sendas particiones impulsadas por Duhalde a comienzos de los años noventa. Presidente Perón se había escindido de San Vicente en 1993, mientras Hurlingham hizo lo propio respecto a Morón. Los dos conocían bien el proceso de surgimiento del movimiento de desocupados, habían visto cómo se expandían los piqueteros como el aceite en el territorio, y entre sus objetivos estaba recuperar el control sobre los planes sociales que las organizaciones sociales le habían arrancado al Estado.
Felipe Solá publicó un libro en 2018, titulado Peronismo, pampa y peligro. Mi vida política en Argentina, y en su afán de deslindar responsabilidades con la historia el entonces gobernador de la Provincia de Buenos Aires escribe: “Pero tampoco estaba al tanto del operativo represivo que un sector del gobierno nacional había armado en secreto, operando sobre los comisarios Vega y Fanchiotti, directamente. Que por eso desobedecieron nuestra indicación. La Departamental Lomas respondía –sospecharíamos después– a otras órdenes”.
El capítulo donde leemos esa oración lleva por nombre Kosteki y Santillán, y concluye con esta frase: “Debieron ser investigados el jefe de Gabinete, Alfredo Atanasof, pero mucho más que él, el segundo de la SIDE, Oscar Rodríguez (…) donde, oh casualidad, había cumplido funciones Fanchiotti”.
Hay un elemento de prueba que induce a pensar que fue la Secretaría de Inteligencia quien coordinó el despliegue represivo del 26 de junio de 2002. Ese día se realizaron dos llamadas telefónicas casi simultáneas al celular del jefe del operativo, desde la línea 4805-4424 ubicada en la sede de la calle Billinghurst, a las 16.50 horas. Y desde la línea 4805-4422 ubicada también en la base a cargo de Rodríguez, se efectuaron otros cuatro llamados, dos a las 18.50 y otros dos a las 19.50.
La respuesta que brindó el organismo a la justicia dice que “dichas llamadas fueron realizadas por un agente de rango inferior”, cuyo nombre es Nestor Omar Maneiro. Un dato llamativo: poco después de esa participación estelar, el espía abandonó su trabajo por problemas psiquiátricos y se estableció en la costa. Para explicar la razón de las conexiones, la SIDE explicó que Maneiro era conocido del comisario Fanchiotti, y al verlo en la televisión quiso saber si se encontraba bien.
Mas allá de esta típica respuesta evasiva, la colaboración de la Secretaría de Inteligencia con la causa judicial a lo largo de estos veinte años ha sido nula. Pasan los gobiernos y la impunidad del espionaje ilegal queda. Su opacidad está garantizada por el cinismo de los distintos poderes del Estado, que se sirven de sus espureos servicios.
Durante la investigación que realizamos para este informe, llegó a nuestras manos una foto tomada en la sede central de la actual Agencia Federal de Inteligencia, a finales del año 2015. En ella pueden verse dos carpetas con la inscripción “Caso Kosteki Santillán”. La imagen es un testimonio de que existe documentación que puede resultar de utilidad en la búsqueda de justicia.

Parte dos. El operativo

Lo resumió Mario Wainfeld en su columna del día después, en Página 12: la solicitud del poder político durante el operativo policial del 26 de junio de 2002 fue “tiren”. La última vez que se había impartido esa indicación, seis meses atrás en la Plaza de Mayo, el resultado había arrojado cinco muertos y cientos de heridos. No debería haber dudas entonces de que en esta ocasión se esperaba un desenlace similar, aunque obviamente nadie firmó la orden de matar.
Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueron asesinados mientras intentaban escapar de la salvaje cacería desplegada por las fuerzas de seguridad aquella mañana. Además, hubo 33 heridos con balas de plomo disparadas en distintas locaciones de Avellaneda –al menos 7 de estas lesiones fueron caratuladas en el juicio posterior como “tentativas de homicidio”. La persecución de los manifestantes se extendió durante varias cuadras y en dos sentidos distintos: por la avenida Mitre, hacia el sur; y por la avenida Pavón, en dirección a Lanús. Y aunque hubo alrededor de 150 activistas detenidos, ningún arma fue secuestrada del lado piquetero.
Marcelo Sain ingresó como asesor del nuevo ministro de Seguridad bonaerense, Juan Pablo Cafiero, el 2 de julio de 2002, luego de la renuncia de su antecesor Luis Genoud. En la entrevista realizada por Patricio Escobar para esta investigación, describe del siguiente modo la naturaleza del operativo fatal: “En cualquier evento masivo lo que vos tenés que garantizar cuando empieza la rosca, es la evacuación del lugar. Acá le hicieron un cajón. Todo el procedimiento fue de encerramiento, hicieron un cajón en las calles laterales con efectivos de la policía bonaerense y guardias de infantería. Y eso era para que no se escaparan por los costados. Si querés garantizar seguridad pública, lo que pretendés justamente es que ese foco de violencia que se intenta conjurar se diluya, para lo cual tenés que garantizar vías de escape, todo lo contrario a lo que se hizo acá, porque se los corrió hasta el final, lo cuál claramente da cuenta de que había una decisión política de producir un hecho ejemplificador en esa puja entre el peronismo duhaldista y los movimientos sociales”.
Sain da en el clavo: el objetivo manifiesto del operativo era impedir el paso de los manifestantes hacia la Capital Federal, pero el verdadero propósito consistió en golpear al movimiento de desocupados para provocar un punto de inflexión en la dinámica del conflicto social. La violencia del poder, como afirma la antropóloga Rita Segato, nunca es meramente instrumental y su efecto disciplinador no se agota en los cuerpos agredidos. El destinatario del mensaje es la sociedad.
Las imágenes confirman esta hipótesis, mucho mejor que los miles de testimonios posteriores. La secuencia del fusilamiento de Darío Santillán, que aquí volvemos a publicar de manera íntegra, es una prueba cabal de que el Comisario Fanchiotti y su chofer Acosta ingresaron a la estación Avellaneda con un encargo específico. Otra foto muestra que Maximiliano Kosteki yace a pocos de metros allí con los pies hacia arriba, en una posición que expresamente busca acelerar su desangramiento.
El poder político decidió que era preciso matar para conquistar el orden. Veamos los rastros que dejó en el camino.

el misterio de la prefectura

La reconstrucción precisa de la cantidad de efectivos, su distribución en el terreno y el tipo de municiones que se utilizaron durante la jornada, demuestra que la intervención represiva tuvo un carácter extraordinario o anómalo, y no por azar sino de manera preestablecida.
En primer lugar, participaron fuerzas nacionales y provinciales sin coordinación unificada formal. En ambas jurisdicciones hubo instancias de preparación logística, que fueron detalladas en las órdenes de servicios generadas entre el 24 y el 25 de junio de ese año, donde consta la existencia de estructuras de mando diferentes. En diversos testimonios el entonces Secretario de Seguridad nacional, Juan José Álvarez, asegura haberle propuesto al gobernador Felipe Solá el establecimiento de un operativo conjunto, ofrecimiento que este último declinó.
Esto avala la hipótesis de que para la coordinación táctica del accionar, en el caso particular del puente Pueyrredón, se pusieron en juego relaciones previas de jerarquía, no necesariamente las previstas por los canales institucionales.
La Secretaría de Seguridad Interior de la Presidencia de la Nación emitió la Orden de Operación n° 02 “S”/2002, que solicitaba mantener expedita la circulación, garantizando el libre tránsito vehicular en los puentes de ingreso a la Capital Federal, desalentando la comisión de hechos ilícitos y brindando seguridad a la población.
Para conseguirlo, la Policía Federal intervino en veinte objetivos distribuidos en otros tantos puntos geográficos de la Ciudad de Buenos Aires. Por su parte, Gendarmería Nacional asignó 1127 efectivos, más otros 300 que permanecieron acuartelados y 272 en reserva, para un total de 1699 efectivos, con intervención en al menos cinco puntos neurálgicos: Puente La Noria, Avenida Rivadavia y General Paz, Panamericana y General Paz, Autopista Buenos Aires – La Plata y Puente Pueyrredón.
En cuanto a la Prefectura Naval, participaron el grupo Albatros y la compañía Guardacostas. Livio Mario Funari, segundo jefe de la agrupación Albatros, estuvo a cargo de dos grupos de 30 hombres que se dispusieron en el Puente Pueyrredón. “Era la primera vez que concurría a un operativo así”, declaró.
El comisario Fanchiotti, a cargo del operativo de la policía bonaerense en el lugar, dice en su declaración: “Cuando vuelvo para el Puente Pueyrredón, oh sorpresa, me encuentro con dos minibuses y un camioncito de prefectura naval. Me habían llegado sesenta hombres de refuerzo del grupo Albatros, de una fuerza nacional, cosa que nunca me había sucedido. Primero semejante cantidad de gente, y después menos de una fuerza nacional. Tal es así que entablo una conversación con quien lideraba ese grupo que era el prefecto Libio Mario Funari y le pregunto qué directivas tenía y cuál eran los motivos de su presencia en el lugar. Me dijo que venía a colaborar con la policía de la provincia de Buenos Aires, circunstancia que inmediatamente comunico al jefe departamental por ser mi superior directo. Me llama Beltrachi y me dice: Fanchiotti esa gente no tiene que estar cerca de ti, no tiene nada que hacer en territorio de la Provincia”.
Aun así, diversos testimonios y también imágenes televisivas muestran que la Prefectura ingresó al territorio provincial, internándose por la avenida Pavón durante varias cuadras, en clara faena represiva. Incluso, en la investigación judicial, hubo algunos testigos que indicaron al sector ocupado por esa fuerza federal como fuente de disparos con munición de plomo. Un testimonio bajo identidad reservada asegura que una persona fue herida con bala de plomo en la zona de la clavícula por personal de la Prefectura Naval.
Otro dato curioso que debería ser tomado en cuenta: el primer oficio del titiritero de la SIDE, Oscar Rodríguez, durante los años setenta fue nada menos que la Prefectura Naval. Tal vez siguió cultivando contactos en la fuerza que el 26 de junio de 2002 operó con llamativa inorganicidad.
Sin embargo, las autoridades judiciales provinciales que investigaron los homicidios y las lesiones a los manifestantes hicieron un enorme esfuerzo por desvincularse de esa línea de investigación, remitiendo lo actuado a la justicia federal.
A modo de conclusión provisoria, el obrar de las autoridades responsables aquel 26 de junio de 2002 se asemeja a lo que en el derecho penal se denomina dolo eventual. No es necesario que exista una orden directa, basta con haber prefigurado el caos en la intervención, dejar actuar y menospreciar como probable el resultado.

la maldita policía en acción

La represión del Puente Pueyrredón estuvo a cargo de la Departamental XIII con asiento en Lomas de Zamora y jurisdicción sobre el municipio de Avellaneda.
Su jefe era el Comisario Mayor Osvaldo Félix Vega, que sin embargo no dirigió el operativo sino que ofició como supervisor, por lo que fue condenado a solo cuatro años de cárcel. El segundo jefe de la Departamental, Mario Alberto Mijin, ni siquiera fue imputado –aunque otro de los protagonistas de la cacería, el Cabo Primero Alejandro Gabriel Acosta, lo sindica como el contacto de los hombres de la SIDE en el territorio.
Por encima de Vega y Mijin estaban el Comisario General Ricardo De Gastaldi, por ese entonces jefe de la Bonaerense, que justo aquel día clave se ausentó por problemas familiares. El responsable de la fuerza durante la jornada fatal fue su segundo, el Comisario Mayor Edgardo Rubén Beltrachi. Ninguno de los dos fueron imputados.
El ministro de Seguridad, Luis Genoud, de frondosa trayectoria ligada a la dictadura militar, debió renunciar en la noche del 27 de junio, pero fue premiado por el gobernador Solá con un puesto en la Corte Suprema de Justicia provincial, que aún hoy ostenta.
La dirección del operativo fue obra, como se sabe, del Comisario Inspector Alfredo Fanchiotti, jefe del Comando de Patrulla de Avellaneda, que terminó siendo condenado a cadena perpetua, como su chofer Acosta.
Las irregularidades en la planificación también se notan en la Orden de Servicio elaborada para la ocasión. Se trata de un documento que determina de manera oficial la logística de un operativo, definiendo el responsable y supervisor, la cantidad y pertenencia de los efectivos, y otros recursos. Habitualmente son confeccionadas por las autoridades departamentales, pero en eventos que involucran varias jurisdicciones o son de relevancia especial también interviene la Jefatura de la fuerza, por contar con conocimiento provenientes de la inteligencia policial. Eso fue lo que ocurrió el 26 de junio de 2002.
El Comisario Fanchiotti propuso una Orden de Servicio, pero el Centro de Operaciones Policiales (COP) modifica el plan y aumenta sensiblemente la cantidad de personal afectado al operativo. En su declaración ante la justicia, el ya mencionado Beltracchi explica que “existía una oficina destinada a la reunión de información para la prevención del delito, la cual se denominaba Evaluación de la Información para la Prevención del Delito”. Este dispositivo de inteligencia dependiente de la Policía Bonaerense reportaba al COP, pero la justicia nunca indagó su participación en los hechos.
Un recuento rápido de la cantidad de efectivos dispuestos para la ocasión, solo en lo referido a la Bonaerense, arroja la siguiente enumeración:
  • 50 efectivos de la Comisaría Avellaneda 1era.
  • 50 efectivos de la Comisaría Vial con oficial subalterno.
  • 30 efectivos del Comando Lomas de Zamora y de la Comisaría Lomas de Zamora 10ma.
  • 15 efectivos de la Comisaría Avellaneda 2da.
  • 30 efectivos de la Comisaría Avellaneda 3era.
  • 15 efectivos de la Comisaría Vial.
  • La Dirección General de Policía de Seguridad Vial afectó 6 móviles con dotación oficial a cargo.
  • La Dirección de Infantería afectó 180 efectivos.
  • La Dirección de Caballería afectó 70 efectivos de La Plata.
  • El grupo Marea Azul afectó 70 efectivos.
Hubo más: también participaron policías fuera de servicio o retirados, sin que sea posible establecer cuántos. El hecho de que entre los ocho condenados haya dos personas en esa condición (Carlos Jesús Quevedo admitió haber sido quien levantó los pies de Kosteki, y aquella mañana estaba fuera de servicio; Francisco Robledo, había sido expulsado de la fuerza) alimenta la sospecha de que un dispositivo parapolicial estuvo en juego.

Pepe Mateos

fiscales que no fiscalizan

A las 11:55 minutos el tráfico en el Puente Pueyrredón quedó interrumpido, luego del arribo de las columnas piqueteras. Cuatro minutos más tarde se desató la represión policial. A las 12:42 caía herido Kosteki en la puerta del hipermercado Carrefour, a 400 metros del Puente. Un poco después, Santillán era ejecutado en la Estación Avellaneda. Durante más de una hora se desplegó la cacería policial, sin ningún tipo de control institucional.
Es común que ante eventos donde se prevé que puede haber represión, los fiscales de turno se hagan presentes en el terreno. Juan José González y Adolfo Naldini, sin embargo, no fueron vistos por la zona. El abogado Claudio Pandolfi, querellante en la causa, fue compañero de estudios de Naldini y le preguntó acerca de su comportamiento: “no fuimos porque sabía que esto iba a pasar y la cana no nos iba a dar ni cinco de pelota; por lo tanto, si íbamos terminábamos nosotros siendo responsables de lo que hizo la cana”.
Marcelo Sain describe otra omisión que delata una minuciosa planificación de la anomalía: “Al día siguiente de asumir, un Comisario General que estaba al frente del área de comunicaciones de la policía pide hablar conmigo. Y me dice: ‘esto fue armado, porque cuando hay un operativo de esta envergadura los jefes operacionales piden una capa de comunicación especial para que quede registrado qué orden dan y cómo es recepcionada por los subordinados’. Esa grabación, me dice el tipo, es un resguardo para los jefes. ‘Y acá no sólo no se pidió una capa especial, sino que tampoco utilizaron la capa 14 que es la común, y donde no quedó registrada ninguna directiva. O sea, operaron por fuera del sistema de comunicación policial, y a sabiendas”.
Veamos más de cerca cómo funcionó el ocultamiento de las comunicaciones. La policía bonaerense tenía en 2002 un sistema radioeléctrico cuya cabecera tenía asiento en la ciudad de La Plata y contaba con nodos en las diferentes Departamentales. Cada uno de estos nodos poseía una grabadora de audio multipista que permitía grabar 20 canales de audio (capas) con el fin de documentar escuchas en forma local, durante las 24 horas. Una de las capas o sintonía (la 14) es la utilizada para dar cobertura a todo desplazamiento operativo que trascienda las jurisdicciones locales.
La grabadora de la radioestación Lanús, perteneciente a la Departamental de Lomas de Zamora, se encontraba fuera de servicio desde el 17 de septiembre de 1998, por falta de mantenimiento. Para suplir esa falta, en operativos de magnitud como los partidos de fútbol cada jefe Departamental solicitaba la afectación de una sintonía especial para que todas las comunicaciones internas de la propia zona quedaran grabadas por la radio central en La Plata. Pero los jefes del dispositivo de seguridad desplegado el 26 de Junio de 2002 evitaron esa posibilidad. Y hay algo curioso: en la investigación de los crímenes se seleccionaron las comunicaciones relacionadas a lo ocurrido en el Puente Pueyrredón durante la franja horaria de 10 a 20 horas, que fueron grabadas en la capa 14; y en las transcripciones puede leerse la invitación por parte de los operadores centrales a los móviles y el personal de la Departamental de Lomas, para que utilizara el canal mencionado con la intención de registrar los intercambios. Otro intento frustrado.
Fanchiotti, Vega y el resto de los efectivos del Comando de Patrullas y de las Comisarías de Avellaneda utilizaron sistemas alternativos de comunicación no provistos por la fuerza, como handies y telefonía digital. Específicamente Fanchiotti utilizó su teléfono Nextel, con el que podía comunicarse sin dejar registro punto a punto con su flota, y también realizar o recibir llamadas telefónicas –como las provenientes de la base Billinghurst de la Secretaría de Inteligencia del Estado.

el vuelo de la paloma

En las entrevistas realizadas recientemente por Patricio Escobar para la segunda parte de La crisis causó dos nuevas muertes, documento imprescindible estrenado en 2006, los principales responsables políticos de la matanza, Eduardo Duhalde, Felipe Solá y Juan José Álvarez, explican que fueron víctimas de las mentiras de los policías que dirigieron el operativo.
De los tres, el único que aventura una hipótesis concreta es el exgobernador. Dice Solá que “Duhalde no tiene nada que ver con los asesinatos” y que “fue una especie de decisión debajo de Duhalde de decir basta, avalada por algunos gobernadores”. Incluye como cómplices a “los halcones” del gobierno nacional, entre otros el jefe de Gabinete Alfredo Atanasof, el ministro del Interior Jorge Matzkin, y el subjefe de la SIDE Oscar Rodríguez. Pero deslinda de culpa y cargo al Secretario de Seguridad Juan José Alvarez, funcionario que debía velar por el comportamiento de las fuerzas de seguridad federales. Un criterio similar todavía hoy sostienen periodistas de prestigio que en aquel momento cubrieron el hecho, como Ernesto Tenembaum y Mario Wainfeld.
La coartada de Juanjo Álvarez consiste en haber encarnado durante aquellos meses la condición de “paloma” al interior del Gabinete, oponiéndose al involucramiento de los militares en la seguridad interior y confrontando los pedidos de mano dura que reseñamos en la primera parte de este informe. Sin embargo, hay elementos que nos impulsan a dudar de este razonamiento exculpatorio.
Juan José Álvarez ingresó a la SIDE en 1981, propuesto para la tarea por su suegro militar y recomendado especialmente por el ministro del Interior de la dictadura, Albano Harguindeguy. Durante los años noventa ofició como intendente de Hurlingham, bajo el manto de la hegemonía desplegada por Eduardo Duhalde en la provincia de Buenos Aires.
Fue promovido como ministro de Seguridad de la Provincia durante el momento más álgido de la crisis de principios de siglo, entre octubre y diciembre de 2001. Desde allí pudo haber tenido protagonismo en la operación desplegada el día de 20 de diciembre en diversos barrios del conurbano, cuando agentes policiales difundieron la versión de que supuestas hordas criminales provenientes de arrabales aledaños se disponían a saquear las barriadas populares, logrando que la población se acuartelara en sus propios territorios. La iniciativa tuvo una sorprendente eficacia al inflamar el miedo, a pesar de lo absurdo del mensaje.
En ese breve lapso como Ministro provincial, Juanjo Alvarez lleva adelante vertiginosos reemplazos en distintos estamentos de la bonaerense. Por decisión suya, Aníbal De Gastaldi es promovido como segundo jefe de la policía, el mismo que durante los sucesos del 26 de junio se encontraba a cargo de la policía de la Provincia. De su cosecha también es el ascenso de Osvaldo Vega a la jefatura de la Departamental de Lomas de Zamora, puesto clave de la represión en el Puente Pueyrredón.
Otro movimiento atribuible a su gestión involucra al Comisario Claudio Smith, desplazado del Área de Investigaciones de Lomas de Zamora por una denuncia penal, pero ascendido a la jefatura de la Departamental Morón. Smith era un hombre cercano a Mario “Chorizo” Rodríguez, hermano del titiritero de la SIDE y custodio personal de Duhalde. Luego de la matanza del Puente, Smith es nombrado Jefe de la Departamental de Lomas de Zamora.
El 23 de diciembre de 2001, Álvarez asume como Secretario de Seguridad del gobierno de Adolfo Rodríguez Saá. Algunos cuadros que acompañaron al puntano durante su fugaz presidencia, aseguran que Juanjo fue el artífice del putsch de Chapadmalal. Obviamente, fue el único ministro de Rodríguez Saá que sobrevivió en el gabinete de Duhalde.

Parte tres. El encubrimiento

Llegamos aquí a un punto clave: la prueba más convincente de que la masacre de Avellaneda fue planificada en las altas esferas del poder político es el operativo comunicacional desplegado ni bien se concretó su ejecución.
Dice Mario Wainfeld en el libro Estallidos argentinos, publicado en 2019: “En el larguísimo lapso de 30 o 35 horas, el oficialismo había apostado a que un engaño tejido por los ‘canas’, cuatro burócratas y los grandes medios prevalecería…”.
Wainfeld dirigía la sección política de Página 12 y ese día supo que estaba ante un hecho histórico. Su recuerdo prosigue así: “Halcones y palomas cerraron filas, gastaron las baterías de los teléfonos con un discurso único: no hubo errores, no hubo excesos. Se repartieron a todos los periodistas y sus jefes. Nos meloneaban: ‘se balearon entre ellos’. Insultaban nuestra inteligencia”.
Juan José Álvarez fue uno de los principales operadores del intento de encubrimiento. Durante toda la tarde sus emisarios agitaron en off. Pero esa misma noche brindó una conferencia de prensa desde Olivos y entonces la mentira adquirió estatus oficial. Dijo algo cierto: esta protesta había sido distinta a las anteriores. Pero dio vuelta completamente los hechos, para argumentar que la violencia había emanado de los manifestantes. “Una violencia irracional”, tiró. “Hubo una clara intención de confrontar. No había con quién dialogar”.
Sus declaraciones no eran ingenuas, porque se hacían eco y a la vez legitimaban la versión ofrecida en caliente por los asesinos. Ni bien terminado el operativo, los Comisarios Fanchiotti y Vega ofrecieron una conferencia de prensa desde el Hospital Fiorito. En la cara de los familiares y compañeros de los muertos, el homicida tergiversaba lo sucedido:  “La policía sólo utilizó postas de gomas y fue agredida con palos y balas de goma”. Aquel cinismo a prueba de bala, motivó el recordado episodio de “la piña vengadora”.
Poco después, a las 16 horas, acompañados por el jefe de Prefectura Juan Falco, los dos responsables materiales de la cacería desplegaron idéntico guion desde la Delegación Departamental de Inteligencia (DDI) de Avellaneda.
A la mañana siguiente el plan prosiguió viento en popa. Mientras el ministro de Justicia, Jorge Vanossi, presentaba en Comodoro Py una denuncia judicial conocida como “Causa Complot”, donde en base a los informes de la SIDE se acusaba a los piqueteros de atentar contra la democracia; en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, Felipe Solá, organizaba una conferencia de prensa en off entre Fanchiotti y un grupo de periodistas convocados para la ocasión. Según el exgobernador, al terminar la entrevista uno de ellos, Ernesto Tenenbaum, le dijo: “buen comunicador este tipo”.
Pronto la artimaña se iba a resquebrajar completamente, pero todavía a las 19 horas de aquel jueves 27 de junio, es decir 33 horas después de los crímenes cometidos por el poder, el ministro del Interior Jorge Matzkin ofreció otra conferencia de prensa para reforzar la hipótesis de una nueva subversión armada piquetera: “Las acciones que dejaron el trágico saldo de dos muertes constituyen un plan de lucha organizado y sistemático, que puede llegar a amenazar y reemplazar la fórmula de consenso que la mayoría de los argentinos hemos elegido”.
Tanta audacia no hubiera sido posible sin el acompañamiento artero de los principales medios de comunicación.

develar la secuencia

Al igual que la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001, buena parte del operativo desatado el 26 de junio de 2002 en los alrededores del Puente Pueyrredón fue televisado. A las 11:59 de ese miércoles irrumpieron los primeros disparos en la transmisión en vivo desde el epicentro del conflicto, que salieron de las armas de los efectivos que custodiaban al comisario Alfredo Fanchiotti, cuando este se acercó a la primera línea de seguridad de los movimientos que intentaban subir al puente para cortarlo. Ese punto inicial de tensión, que incluyó imágenes de una autodefensa de piqueteros munida de palos, fue la escena que usaron los voceros del Gobierno para intentar imponer una versión de los hechos reñida con la realidad.
“Fue una pelea entre piqueteros” y “se mataron entre ellos”. Esas dos frases resonaron con insistencia en los oídos de editores y cronistas de las redacciones y agencias de noticias, y de productores de televisión y radios, que siguieron el pulso de la represión desde el mediodía. Todos habían previsto el envío de móviles y reporteros gráficos como en las movilizaciones anteriores, pero las dotaciones no fueron suficientes. No alcanzaron las manos ni los lentes para dar cuenta de la magnitud del operativo que tuvo una planificación y un despliegue inéditos.
El clímax de la cacería se dio bajo el techo de la estación Avellaneda del ferrocarril Roca, a unas diez cuadras del Puente Pueyrredón. La secuencia fue captada por dos cámaras fotográficas: una digital, que tenía el reportero del diario Clarín, Pepe Mateos; y una analógica, que estaba en manos de Sergio Kovalewski, colaborador de Página 12. El diario de Héctor Magnetto tuvo las imágenes a las 14 horas del mismo 26, pero la edición del 27 de junio no contiene la secuencia completa, aunque en la portada aparece una foto de esa serie ilustrando el bochornoso título: La crisis causó dos nuevas muertes. En ella se ve la silueta de Santillán en el aire, casi como un fantasma que huye de Fanchiotti y Acosta, pocos segundos antes de recibir el escopetazo por la espalda que lo desangraría.
Esa mañana del 27, en el barrio La Fe de Lanús, el cuerpo de Darío Santillán era velado por sus compañeres y familiares. Y fue allí, entre el dolor y la bronca, donde comenzó a develarse lo que ocultaban las imágenes, como captó un impresionante registro fílmico del cineasta Rodrigo Vázquez. Pronto la lectura verdadera de la secuencia circuló entre periodistas y funcionarios, que a partir de ahí se vieron obligados a admitir lo evidente.
En paralelo, las tomas de Kowalewski iban a destrabar el cerrojo que Clarín había montado sobre las propias. El reportero reveló las imágenes que captó con su máquina analógica en la noche del miércoles 26, al mediodía del 27 la secuencia ya estaba en manos de Página 12, y saldría publicada en la edición del 28. Todavía faltaba el transcurso de una tarde, que fue reveladora sobre el alcance del encubrimiento.
En la entrevista con Duhalde que obtuvo Patricio Escobar, quedó al desnudo como se estaba cocinando el delay desde lo más alto del poder para contener las consecuencias políticas de los asesinatos policiales. “Finalmente recibo, no sé si era Clarín u otro medio, las fotos de cuando lo matan”, dice el expresidente. “A las dos yo ya sabía quién lo había matado, o a las tres o a las cuatro, no sé, no recuerdo la hora. Razón por la cual, cuando me entero que el gobernador de la provincia, Felipe (Solá), iba a hacer una conferencia de prensa con el homicida, le dije que no la haga”.
Clarín no estuvo sólo en la instalación del encubrimiento. Contó con la activa complicidad del empresario Daniel Hadad, que estiró hasta donde pudo la versión de la pelea entre piqueteros. El dueño de Infobae nunca intentó una autocrítica, a diferencia del periodista Julio Blanck, exeditor jefe de Clarín, que falleció en 2018 y fue el responsable de la edición de ese día: “Fue un error no decir la verdad. Tengo guardado ese diario en mi oficina: la tapa dice una cosa y adentro dice otra. Fue un título infeliz: escamoteaba la verdad”, reconoció en la entrevista que puede verse en el documental La crisis causó dos nuevas muertes
El ardid de culpar a la crisis por los crímenes policiales ya había sido utilizado en la portada del 13 de abril de 1997, un día después del asesinato de Teresa Rodríguez en Neuquén. “Iba a trabajar cuando la alcanzó una bala en uno de los durísimos choques entre manifestantes, policías y gendarmes”, reza la bajada. Arriba, el titulo principal sentencia: “La crisis en Neuquén ya produjo una muerte”. Faltaban cinco años y dos meses para que volvieran a usar la misma fórmula, en pos del encubrimiento.

Las vidas militantes

Las consideraciones vertidas en este informe concuerdan con las propuestas en el libro Darío y Maxi, dignidad piquetera, publicado en 2003 por el Movimiento de Trabajadores Desocupados Anibal Verón, organización en la que militaban los dos jóvenes asesinados. Hemos procurado aportar un conjunto de evidencias surgidas del examen de las causas judiciales y de nuestra propia investigación política, que complementan las hipótesis formuladas en aquel documento imprescindible.
Veinte años después, la justicia sigue sin determinar las responsabilidades políticas de la Masacre de Avellaneda. El sistema político y mediático parece estar convencido de que la culpabilidad solo alcanza a los policías condenados por la autoría material. Se ha impuesto la teoría del Comisario que perdió el juicio y actuó de manera artera, embaucando a los funcionarios de la época. Esta versión de los hechos, tan condescendiente como conformista, impide tomar conciencia de la operación de disciplinamiento desplegada.
El argumento principal de quienes sostienen esta interpretación es el llamado a elecciones anticipadas que el presidente Duhalde concretó el 2 de julio de 2002, como consecuencia de los crímenes del Puente Pueyrredón. La prueba de que no fue planificada por el gobierno, infieren, es que tuvo que entregar el poder. El razonamiento incluye la posibilidad de que el propio Duhalde haya sido víctima de un complot. El sentido de esta lógica circular consiste en reducir la dinámica política, e incluso la razón democrática, a las cuatro paredes de palacio.
Hay otra manera de leer lo sucedido en ese año clave, que en cierto modo es simétrica: la capacidad social de desarmar la mentira que intentó imponer el poder al sentenciar que los piqueteros se mataron entre ellos, el hecho de que hayamos logrado sacar a luz la verdad, significó un triunfo mayúsculo que forzó una solución política satisfactoria. El arribo a la Casa Rosada un año más tarde de Néstor Kirchner y la apertura de un ciclo de gobiernos progresistas que duró tres mandatos consecutivos, sería una prueba fehaciente.
Sin embargo, la perspectiva que provee nuestro presente de crisis nos exige una mirada menos lineal de los procesos históricos. Una vuelta de rosca en nuestra capacidad de sospecha. ¿Y si el verdadero propósito de aquella cacería era desactivar la amenaza democrática que suponían las organizaciones de base, la lucha callejera y la creación de una experiencia comunitaria capaz de desbordar al estado impotente (o estúpido)? ¿Y si el objetivo del 26 de junio consistía en cerrar de manera violenta la posibilidad que se había abierto el 19 de diciembre, para restituir el ordenamiento financiero e institucional perdido?
En un artículo publicado recientemente, el filósofo Diego Sztulwark propone leer las muertes de Maxi y Darío en relación con la larga historia de fusilamientos que riegan la historia argentina. E insinúa que el poder hace uso, a través de estos crímenes, de una operación simbólica específica, consistente en trocar la vida de los militantes anónimos por el cuerpo sin vida de los mártires famosos. Quizás en ese intercambio ruinoso anide el secreto mejor guardado del progresismo que anhela, por sobre todas las cosas, el orden.
2022 es el año en el que volvemos a sentir el peligro. El fracaso del gobierno del Frente de Todos y la inminencia de una renovada ofensiva reaccionaria ponen en evidencia que los problemas de fondo siguen estando pendientes. Y que la verdadera justicia todavía está por venir.
Es por eso que los fusilados del Puente Pueyrredón nos siguen hablando. Darío y Maxi regresan para recordar que sin organización popular, sin lucha callejera y sin vidas rebeldes, la democracia seguirá siendo apenas una fenomenal fábrica de tristeza y resignación.