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En los últimos años, los ojos del poder mundial empezaron a posarse sobre el continente blanco. Una suerte de lugar común para nada común, la Antártida, la región del planeta que alberga los recursos naturales decisivos para el futuro de la especie, en la que conviven el interés científico, la protección del ambiente, la cooperación internacional, seduce por su potencia política y estratégica. Lo que sigue es un rompecabezas hecho con las especulaciones de países que pelean por pisar fuerte en el hielo, las voces de los que allí viven para investigar o custodiar los límites nacionales, los colores de ese territorio inmenso y estremecedor en el que nadie sobrevive solo.

A 7 kilómetros al sur

de la Isla Marambio hay una pingüinera. Lejos de su grupo, y cerca de la base, dos pingüinos de Adelia con las aletas hacia atrás se enfrentan al viento que parece vencerlos. Por momentos avanzan, por momentos, retroceden. Deambulan ¿Puede un pingüino volverse loco?, pregunta Werner Herzog en Encuentros en el fin del mundo. Derrama la pregunta a los humanos, al borde emocional ante tamaña intemperie, al deseo que los trae a este continente inclemente que a primera vista en la región de Marambio (64°14′S 56°37′O) no es blanco en esta época del año, inicios del verano, sino de un negro barroso, más parecido a la luna que a ese universo helado que se suele pensar.

Afuera solo hay una quietud turbadora,

la intemperie en su sentido más abisal. No hay árboles. Apenas unas especies vegetales que a vista del ojo común pasan desapercibidas: líquenes, musgos, y no hay mamíferos terrestres, predominan las aves, pero tampoco se ven, y los témpanos, a lo lejos flotan en el agua como colosos que pastan fuera del tiempo. Quizá lo más hipnótico sea eso: la luz que brota de la base de los bloques de hielo, un celeste imposible que resplandece desde abajo y que investigadores de todas las latitudes vienen para descifrar. Los glaciares del mundo acumulan más del 75% del agua dulce del planeta. El 91% de ellos está acá, en la Antártida. El año 2023 fue el año más cálido jamás registrado desde 1850. En un escenario de calentamiento global, donde la sequía o su reverso, la inundación, parecen ser la moneda corriente para el futuro, esta zona podría verse, para pensarlo de algún modo, como el último vaso de agua de la Tierra ¿Y quién no querría estar cerca de él? Aunque un Tratado ordena este confín sin dueño, sigilosamente, con el gesto impostado de los caballeros, puede verse asomar la pregunta por el futuro y una batalla que se dirime en varios estratos: en el agua, en la tierra, y en el espacio aéreo.

Diciembre en Washington, 1959.

Doce países firman el Tratado Antártico. Argentina es uno de ellos. Los demás: Australia, Bélgica, Chile, la República Francesa, Japón, Nueva Zelanda, Noruega, la Unión del África del Sur, la Unión Soviética, el Reino Unido y Estados Unidos. No se llega a los 14 artículos con simpleza. Propuestas, contrapropuestas, una petición argentina que instala la prohibición de que haya explosiones nucleares. El apoyo de la Unión Soviética y Chile permite que se haga lugar a esa idea del gobierno de Frondizi. Apurados en evitar que la Guerra Fría se extienda a los polos, el Tratado se firma con cierta urgencia y desde entonces se mantiene, aunque hay quienes se preguntan por su durabilidad. Entre los puntos principales, el acuerdo establece que solo se puede utilizar el territorio para fines exclusivamente pacíficos, orientados a la investigación cientíca. No hay resolución de soberanía pero sí se da lugar a los reclamos. Y esa repartija potencial a veces tiene sus intersticios: la zona de Argentina, por ejemplo, se superpone con la reclamada por Chile y por el Reino Unido. Con el tiempo, el número de firmantes creció a 53 en 2017, aunque solo 29 países tienen derecho a la toma de decisiones.

Entre los acuerdos que se anexan a lo largo de los años, destaca el llamado Protocolo de Madrid, de 1991, que incorpora la protección del medioambiente y en ese sentido hilvana con la prohibición de explotar recursos minerales: oro, plata, uranio, hierro, además de petróleo, algunos de los elementos que se creen dispersos en ese territorio donde hay otras riquezas que todavía no están sobre la mesa pero titilan en los radares, como las potencialidades farmacológicas del fondo marino (microorganismos con posible actividad antibacteriana, antiviral –la gallina de los huevos de oro). Mucho por explorar para los estados ambiciosos, pero lo cierto es que, mientras el Protocolo continúe vigente, un manto preserva de cualquier acción de ese tipo hasta 2048. En ese lapso, el pacto puede ser modificado solamente mediante el acuerdo unánime de las Partes Consultivas. Como nadie es dueño de la Antártida, entonces, la soberanía se riega día a día; un depósito a plazo fijo que acompaña una pregunta: para 2048 falta mucho tiempo, ¿pero realmente es tanto tiempo?

Jorge Taiana aguarda

en un enorme salón del edificio Libertador, donde dirige el Ministerio de Defensa de la Nación, el lugar del que depende el Comando Conjunto Antártico, que desarrolla la logística indispensable para las actividades científicas, desde el encendido del Irizar o el Hércules para viajar al otro continente, hasta el despliegue que requiere la presencia en aquella remota parte del globo: comida, operativos, viajes en helicóptero, esas cuestiones. Sobre una gran mesa hay varios libros sobre la Antártida. Los muestra. Los conoce. El tema ocupa un lugar principal en su mirada. En la pared cuelga un gran mapa de Argentina bicontinental: los contornos que aprendemos en la primaria y un enorme bloque ondeante y azul que los prolonga hasta llegar a esa parte del fin del mundo que reclamamos.

Si trazamos una línea de norte a sur, el centro justo de nuestro territorio se marca en Tierra del Fuego. Eso que puede parecer un juego de punto de vista para hacer tambalear dimensiones espaciales es en realidad un acuerdo establecido en la Convención sobre el Derecho del Mar (Convemar) de la ONU. Y es lo que estructura la posibilidad de explotación de recursos, investigación, circulación.

El Comando Conjunto Antártico, depende del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas y desarrolla la logística indispensable para las actividades científicas, desde el encendido del Irizar o el Hércules para viajar al otro continente, hasta el despliegue que requiere la presencia en aquella remota parte del globo: comida, operativos, viajes en helicóptero, esas cuestiones. 

Hasta el año pasado, Jorge Taiana, como Ministro de Defensa, estuvo a la cabeza de las políticas antárticas y marítimas con especial énfasis. El tema ocupó un lugar principal en su mirada. Una de sus obsesiones es el gran mapa de Argentina bicontinental: los contornos que aprendemos en la primaria y un enorme bloque ondeante y azul que los prolonga hasta llegar a esa parte del fin del mundo que reclamamos. “En el siglo XXI, la Argentina tiene mucho de su destino en esta mirada al Atlántico sur, a la plataforma continental, a la zona económica, a la Antártida y la idea del país bicontinental”, dice Taiana y sigue: “Hay toda una Argentina que nos cuesta ver porque está bajo el agua o porque emerge muy lejos, pero todo eso va a ser puesto en valor. Y si a eso le agregamos el cambio climático también hay un elemento de modificación…fíjese lo que está pasando en el Ártico: se ha abierto la vía del norte y los rusos han puesto banderas en el fondo del mar, han llevado los barcos con los que abrieron la ruta para decir que es su plataforma porque antes era todo hielo”. Taiana se refiere a la Ruta del Ártico, en el otro polo, a la modificación del terreno y la estrategia rusa para disputar su soberanía en una zona que al igual que el sur ha sostenido una paz que ahora, al igual que el deshielo, empieza a ser un preview de lo que puede pasar en los extremos del globo.

son trece bases argentinas.​

Una de ellas, Esperanza, con la lógica de comunidad: escuela, radio, infancias, familias que durante un año habitan un pueblo de trece casas donde conviven con pingüinos. Marambio, por su parte, es la operativa, y hay otras: la Carlini, científica; la más al sur, Belgrano II; y la que reúne todas las fichas para una nueva etapa antártica, Petrel, con laboratorios, en miras de ser el polo logístico. En total, siete activas durante todo el año. Llegar hasta Marambio lleva casi cuatro horas en el Hércules desde Río Gallegos, atravesando el canal de Drake que a esa altura se ve como un simple manchón pero contiene las aguas más bravas del mundo. Se aterriza a las tres de la mañana, de día, con nieve. Flota en el aire un clima extraño. Una electricidad digna de Crónicas marcianas, de Bradbury. Quienes reciben mantienen una sonrisa particular, la de quienes se habituaron al asombro. A los pocos pasos, el famoso viento antártico da su bofetada mientras se encara la caminata por las pasarelas que unen cada construcción. El primer refugio es cálido y en tonos amarronados. Unos huesos de ballena brillan en un rincón. La televisión está encendida, pero en mute, el frío se abraza a las gruesas camperas naranjas que todos traemos.

Las noticias sobre la Antártida

crecen cada día. En enero, Javier Milei, como flamante presidente, viajó a Antártida y presentó un programa de cooperación con el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) para el estudio de la contaminación marina por plásticos. En el balotaje de noviembre, allí había logrado el 90 % de los votos. Atrás quedaban las épocas en las que en conferencia decía: “Una empresa que contamina el río ¿dónde está el daño?”.

A mediados de febrero de 2023, dos artículos publicados en la revista Nature encendieron la alerta. Por debajo del glaciar Thwaites, el más grande del mundo, un robot con forma de cigarro detecta indicios de ruptura. Aunque se estima que su derretimiento supondrá setenta centímetros de elevación del mar, algo que sucedería dentro de cientos de años, hay otros témpanos en problemas y a la deriva. Uno de ellos se desprendió en mayo de 2021, tiene más de tres mil metros cuadrados, lo llaman A-76A y es monitoreado por el satélite argentino Saocom 1. Las noticias nacionales hablan de eso también. Por otra parte se lee, por ejemplo: “la República Popular de China anunció planes para construir nuevas estaciones terrestres de satélites alrededor de las instalaciones de investigación antárticas de Zongshan. Se suman a una creciente red de bases de investigación espacial chinas que ahora se extienden desde la Antártida hasta América del Sur, estaciones que podrían convertirse rápidamente en una variedad de aplicaciones militares”, en un artículo del Center for Strategic and International Estudies.

Es verdad que cada quien viene con una proeza

individual, un fuego secreto que se guardó a lo largo de la vida hasta llegar acá. Lo cuenta Hernán Mazzieri, jefe de Comunicaciones del Comando, que ya pasó más de diez invernadas, conoció casi todas las bases y vuelve cada vez, como si fueran sus pagos; lo dice Carlos Recio, comandante del Irizar: “Por mis venas corre tanta sangre como agua salada. Mi primer destino como oficial fue el Irizar. Cubrí puestos en cubierta, operaciones, fui aprendiendo el oficio de navegar en la Antártida y cursos para navegación en aguas polares. Uno sin querer vuelve y sin querer quiere volver, para los marinos es desafiante”; lo expresa Estela Arce, que vino por primera vez cuando era chica, a visitar a su padre, y ahora sigue el mismo destino, en esta primera invernada.

Su familia está en Chaco, allá quedaron su marido y sus dos hijes, y ella marca: “Tuve una madre empoderada y es lo que defiendo. Espero dejarles ese mensaje”. Lo explica Juan Cruz Scatuerchio, encargado del Laboratorio Antártico Multidisciplinario Marambio, que muestra fotos en su celular de nubes nacaradas que hablan de la contaminación de la atmósfera, y se deja fotografiar con esa barba que dejó crecer desde que llegó acá. La convivencia, coinciden quienes han estado largo tiempo, es uno de los desafíos más grandes pero algo de este lugar los imanta. Algo que va más allá del dinero (sueldo básico más un plus de unos 250.000 pesos que quedan limpios porque no hay qué comprar en Antártida). Un deseo individual que se mezcla con cierta idea de patriada y aventura. Puede ser ciencia, vocación de servicio, sed exploradora, pura obsesión.

La apuesta argentina

actual es fortalecer la idea de soberanía: con investigación, con instalaciones científicas, con el acento en la identidad como maneras de señalar y nutrir una presencia que, llegado el momento, tendrá su peso. La cultura es uno más de esos ladrillos. A fines de 2022 varios periodistas en varios viajes llegaron a la Antártida como parte de esa campaña para instalar la idea. “Las políticas culturales públicas son para todo el territorio nacional, y con la Antártida no habían sido difundidas en las comunidades que habitan aquel continente, por lo que tuvimos que hacer una difusión especial para poder trabajar esto”, dice Federico Prieto, secretario de gestión cultural del Ministerio de Cultura nacional, que en diciembre viajó para inaugurar la campaña cultural en el polo sur a través de los Puntos de Cultura. Semanas después, en Buenos Aires, Taiana lo refuerza: “Yo creo que lo importante de esto es que los argentinos tomemos conciencia de la mirada hacia el sur, hacia las islas y hacia la Antártida y que eso es como una Argentina entre sumergida y de hielo pero que es buena parte del futuro y el hecho de que el Tratado haya suspendido o congelado los reclamos de soberanía no quiere decir que eso no pueda volver en un futuro. En general la historia demuestra que esas cosas suceden y el hecho de la presencia argentina tan fuerte nos da muchos antecedentes”.

¿Aventura romántica o estrategia temprana?,

podría ser la pregunta. El entrerriano Hernán Pujato en 1961 se acercó a Juan Domingo Perón y le detalló la importancia de invertir política, dinero, pensamiento en la Antártida. Algo de eso se cuenta en el Museo Antártico, en la calle Paseo Colón, en Buenos Aires. Una historia narrada con trineos, un pedazo de avión rasguñado por el viento, la evolución de los trajes de nieve, unos pingüinos embalsamados y otras aves, noticias en los medios. Desde ese 1904 en que se izó la bandera argentina por primera vez en la Base Orcadas, la más antigua del mundo en funcionamiento, al sur del Círculo Polar Antártico, hasta rescates famosos o la historia de los extintos perros antárticos, entre la epopeya y la nostalgia, un relato del frío en versión nacional y popular.

Geólogos, biólogos, meteorólogos, militares

de las distintas fuerzas. Por lo general, esas son las profesiones que suelen abundar en las diferentes bases tanto argentinas como internacionales. Pero hay otra especie que a veces asoma, como las aves migratorias, pasa una breve temporada, toman unas fotos y se van: los turistas, millonarios, en cruceros costosísimos. Ushuaia es la puerta antártica para los viajeros de lujo. Oceanwide Expedition para salir en febrero y durante diez o doce días cobra de 8600 a 20.000 dólares, teniendo en cuenta cuán cerca se llegue del Círculo Polar Antártico, si hay campamento, habitación compartida, etc. Hay viajes “de aprendizaje”, “de aventura”, de observación de ballenas. En el continente hay 200 puntos visitables, pero se suele viajar a 30. Las islas Shetland del Sur y el estrecho de Gerlache son los destinos más populares. Las empresas ofertan pingüinos, cetáceos, témpanos y la promesa de que se sentirá el “verdadero espíritu aventurero”. Una industria exclusiva y prometedora: 74.401 turistas en la temporada 2019- 2020, 32% más respecto de la temporada anterior.

En Encuentros en el fin del mundo

es obvio que Herzog no va ni por los pingüinos ni por las temperaturas extremas. Lo hace movilizado por las imágenes que un amigo saca de lo que habita debajo de un témpano de hielo. “Me invitaron a la Antártida incluso cuando dejé en claro que no haría otro film sobre pingüinos”, dice en su documental. La suya es una Antártida diferente, siempre en chanfle, como mira el director alemán. En la serie Our Planet, el mítico David Attenbourgouh cuenta la historia de la misma manera que siempre: elegante, impoluta, siempre bien peinada, un relato donde “la mano del hombre” puede ser la hacedora del futuro o el verdugo de las especies. En Antártida: 25 días encerrado en el hielo, el periodista Federico Bianchini queda atrapado en la base Carlini y cuenta a partir de ello los vínculos complejos que se dan cuando el tiempo marca su propio ritmo y la convivencia se enrarece. Su Antártida es humana. El rescoldo de los entretiempos de quienes dan vida a esa investigación científica que sirve de pase para las actividades humanas acá.

En Antártida negra, la fotógrafa Adriana Lestido viaja a isla Decepción y se encuentra con un desierto volcánico que rompe toda fantasía nívea que pudiera tener. Algo de la desolación se cuela en sus imágenes. “Para mí la Antártida fue y es una zona de pasaje. No me quitó nada, ningún viaje lo hizo. Entre otras cosas, me dio la certeza de que no siempre lo que se espera es lo mejor. Me ayudó a estar abierta a lo inesperado”, dice hoy.

Actualmente hay unas setenta bases

en todo el continente en las que viven científicos y el personal de apoyo de 30 países. Unas 4000 personas en verano y 1000 en invierno. Tanto en la base Marambio, como en charlas con investigadores ya en este continente, hay miradas que se repiten: camaradería, incluso entre bases de otros países, incluso entre investigadores de las bases chilenas que se superponen con los reclamos argentinos. Paz y compañerismo indican las percepciones de quienes han estado en territorio. Sin embargo, hay otras cuestiones más ríspidas, que se dan por arriba. China en los últimos años se convirtió en el país que más ha invertido en la Antártida. Junto a Rusia y Estados Unidos mantienen de soslayo una carrera que reversiona aquella guerra fría que reinaba cuando el Tratado Antártico se apuró. Ahora, en una versión maratón satelital que hace que la Antártida adquiera una importancia, justamente, militar. Estaciones terrestres de recepción y procesamiento para satélites que dan precisiones de navegación que recuerdan, a su vez, los tiempos de los grandes navíos y las grandes exploraciones. Grises que se escapan a los artículos del Tratado y que pueden dar un anticipo de las disputas que se agitan soterradas. Así lo señala Anne-Marie Brady, especialista en política antártica, en un artículo donde detalla las características de sistemas como el ruso Glonass y el chino BeiDou frente al norteamericano GPS. En el texto, recupera un comentario apenas crítico pero sugerente de Nueva Zelanda, uno de los países que reclama soberanía, donde se planteaba que la “dificultad para distinguir entre las actividades permitidas y prohibidas en el sistema del Tratado Antártico podría ser aprovechada por estados que buscan llevar a cabo una serie de actividades militares y otras relacionadas con la seguridad”

“En la medida en que se investigue

-dice Taiana− vamos a encontrar respuestas también a muchos problemas con las comunicaciones, la energía, la alimentación. Belgrano II, la base más austral que tenemos, está en territorio firme continental. Ahí estamos poniendo dos bases para antenas de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales para que los satélites Saocom 1 y 2 brinden información las 24 horas. Está claro que el aire es también un espacio de disputa soberana. Por algo tenemos la Comisión Nacional de Actividades Espaciales y por algo se lanzaron esos dos satélites. La Antártida es un desafío multidimensional para un país: hay que saber desarrollar la logística y hacerla eficiente, hay que tener los científicos preparados en el doble sentido, científicamente y para desarrollar sus actividades en un medio tan inhóspito y hay que tener la logística aérea, marítima, y los satélites que observan. Para mí, lo más importante es generar conciencia, porque es evidente que el mundo está en un proceso de cambio y ese cambio tiene una base tecnológica por un lado, pero tiene un componente político estratégico indudable. Se están produciendo cambios, y los cambios suelen producir fricciones”.

Cuando el Hércules pega la vuelta

hacia el otro continente, y levanta un vuelo suave, como si tuviera el peso de una libélula, deja ver los contornos brumosos de la Antártida, unos puntos naranjas que son las construcciones, manchitas apenas que a medida que toma altura se pierden, y muchos brillos que persisten, los de los témpanos que, aprendimos, no muestran sus cartas, apenas sugieren, como este territorio inabarcable, en el que a simple vista no parece agitarse nada más que el viento hasta que se empieza a mirar.