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Informe sobre peras y

manzanas en Argentina

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En Río Negro y Neuquén se cultiva la fruta de pepita: manzanas y peras que forjan una identidad cultural y económica que en los últimos años merma y hace entrar en crisis un histórico sistema de producción. Entre la irrupción de los extractivismos y la reconfi guración de los mercados, historias de quienes bordean el Río Colorado. Cuarta entrega de la saga del mapeo frutícola nacional.

A fines de marzo, un productor volcado a la comercialización de manzanas y peras reflexiona: se habla en los medios cuando el artículo vale mucho (“cuando las viejas pagaron 1200 el kilo”), pero nunca cuando el precio está por el suelo. Hacia el fin del verano, la cosecha de peras termina y las últimas variedades de manzana se cosechan y guardan en los valles de Río Negro y Neuquén. De allí proviene el 90% de ellas y, aunque se cosechan solo en esa temporada, hace décadas que lo olvidamos porque nos acostumbramos a tenerlas todo el año gracias a la refrigeración y las cámaras de atmósfera.

Razones botánicas y productivas habilitan a mezclar en este informe peras con manzanas. Es que las frutas de pepita, llamadas así por las semillas que llevan dentro, son la tercera producción de fruta fresca en el país, detrás de las uvas y los cítricos, y suelen trabajarse complementariamente. Sí conviene separar finca afuera: Argentina consume pocas peras (2.5 kg por habitante/año) pero es el principal exportador del hemisferio sur. Las manzanas, en tanto, se comen cada vez menos —la mitad que en los años noventa—, y el país salió del podio de los exportadores a comienzos del siglo veintiuno, cuando Chile, con una fruticultura concentrada, de alta inversión y pocos actores, lo desplazó para competir con otros grandes productores meridionales: Nueva Zelanda y Sudáfrica. De exportar un 40% de las manzanas del hemisferio sur en los setenta se pasó a arañar hoy el 10%.

La producción global de frutas de pepita en Argentina hoy ronda el millón y poco de toneladas, lejos ya del récord de 2001, que rozó los dos millones. El decrecimiento en la producción de manzanas es una tendencia de la última década, en la que hubo actores fortalecidos y otros que quedaron en el camino. Por eso se palpan balances distintos de lo que fue esta cosecha a lo largo de la ruta 22, que cruza los tres valles al norte del secano patagónico.

valle del río colorado

Río Colorado es una ciudad de unas 15 mil personas, en el límite con La Pampa y en la misma latitud que Bahía Blanca. El río que le da nombre es, además, una importante barrera fitosanitaria que impide tanto el paso de frutas y verduras como —desde 2016— el paso de carne con hueso hacia el sur. “Dejamos de ser chacareros, si querés”, dice Carlos Manciavillano, de la comercializadora Los Tanos. Hace tiempo que le apuntaron no solo a crecer en producción sino también en comercialización y hacen llegar las frutas tanto a Bahía Blanca como al sur patagónico. Pasaron de 10 hectáreas a 30 e inventan, como todos acá: “Plantamos también un poco de carozo, que es guita rápida que agarrás, vendés en verano y disponés de eso”, cuenta.

El valle del río colorado históricamente apuntó al sur bonaerense y se distinguió de los otros valles rionegrinos por su carácter asociativo y familiar. Su densidad poblacional estancada hace tiempo da cuenta de que lo que puede ser tomado como un paradigma de producción alternativa tiene sus problemas.

Cerquita, en la Colonia Juliá y Echarren, Karina Zon va y viene desde temprano en la camioneta del INTA entre las reuniones de todos los días con productores. Desde hace tiempo trabaja en un tipo de certificación agroecológica que permita acreditar la producción sin químicos, o al menos explorar los primeros pasos para una transición hacia una agricultura “como la de los abuelos”. El aporte técnico de Karina se enriquece de la crítica de la modernización excluyente de la fruticultura: “Las calidades fueron decayendo y cada productor buscó su estrategia propia. Cuesta juntarse hoy”, dice.

“Yo a la manzana la pelo”. El comentario salió de la boca de más de un empresario de la fruta en los reportajes de este 2023. Es que, si la fruticultura es intensiva en plaguicidas, para el caso de las frutas de pepita, más. “Hace no tanto tiempo se aplicaba cada 15 días una pulverización: 15 o 20 aplicaciones al año. Ahora se redujo mucho porque se desarrollaron controles biológicos pero son caros. Hoy estará en 5 o 6 aplicaciones al año y han sido prohibidos varios químicos; uno de los últimos es el clorpirifos, que lo usábamos todos”, dice otro productor que prefiere que no lo escrachen. Se refiere a métodos de confusión sexual que evitan la reproducción de la plaga.

El abuso de agroquímicos es relevado por investigaciones académicas que lo detectaron a lo largo del Río Negro, y hasta en la placenta de embarazadas han registrado restos de plaguicidas prohibidos. Mientras que los grandes productores-exportadores se excusan en que ellos no porque son muy controlados por sus compradores internacionales, y por eso se cuidan de lo que usan, la lupa cae sobre los más chicos.

cosméticas del morfi

En un edificio enorme, creado en 1933, la vieja línea de empaque contiene, como todas, un tramo singular de poscosecha: el encerado. Estamos en la principal infraestructura de almacenamiento del lugar, la Cooperativa de Productores, que nació en paralelo a la fruticultura de exportación del Alto Valle diseñada por los ingleses, proyectando al futuro otra forma de producir.

Al ser lavadas y cepilladas —como manda SENASA—, las frutas pierden su cera natural. Para protegerlas y estetizarlas, un tramo de los empaques se dedica a devolver artificialmente la cera que da brillo y hace que se retenga algo de humedad.

“Para mí es horrible porque le da ese gusto amargo a la cáscara”, comenta Karina, y pasa a otro tema: “En esta época funcionaban tres turnos continuos e ingreso de fruta constante, muchos empleados. Como el productor cada vez diversifica más en la chacra, hay cada vez menos peras y manzanas y menos empleados”.

Si la fruticultura es intensiva en plaguicidas, para el caso de las frutas de pepita, más. “Hace no tanto se aplicaban 15 o 20 aplicaciones al año. Ahora se redujo mucho porque se desarrollaron controles biológicos pero son caros. Hoy estará en 5 o 6 aplicaciones al año”, dice otro que prefiere que no lo escrachen.

Cerca de ahí, Cotato Domínguez se une a la queja compartida de la manzana encerada. Ingeniero industrial, heredó de su viejo una chacra que en el 55 compró llena de manzanas. Cuando en el 78 abandonó su laburo en relación de dependencia para dedicarse a full a esto, diversificó en otros frutales. “Era todo monte libre, plantas enormes. Tenías que poner una escalera de 14 escalones para llegar arriba. Rendía bien pero cuando hicimos la plantación nueva, más densa, con más plantas por hectárea, rindió más”, cuenta mirando al Río Colorado que orilla en su chacrita. Sus manzanas verdes —Granny Smith— que cosechan las dos personas que contrató están golpeadas, riquísimas, pero complicadas para la venta a un precio que sirva: “Tres bins por fila estoy sacando, nada”, le dice a crisis.

“En el 78 un pequeño productor podía apostar con 12 hectáreas a vivir bien. En el 73/75 pudimos comprar los tractores, la máquina de curar… el auto. Era floreciente la fruticultura. Hoy no puede vivir una familia. Tenés que depender de la menor cantidad de empleados posibles. Yo sigo porque me gusta el río, siempre lo disfruté. Lo otro es que te vas acostumbrando”

valle medio

Entre Choele Choel y Darwin —estación del tren que supo llevar y traer fruta— se divisa el Monumento a los Expedicionarios. Inaugurado en 1947, desde entonces es un símbolo fuerte entre nombres de caciques y militares de la Conquista. Estamos ya en el valle medio. Por allí, en Luis Beltrán, Jorge Debbaut tiene una chacra de 20 hectáreas con empaque y frigorífico propio. “Acá antes era el 80% fruticultura, hoy tenés el 60% de pastura. Un chacarero chico no lo puede soportar, los precios son siempre calamitosos. El problema está allá arriba”, dice y muestra el galpón donde clasifican y guardan la fruta. “Yo subsisto porque exporto. Con un 60% de lo que produzco, estamos. Trabajo con la firma PAI, Productores Argentinos Integrados, que está en General Roca. El año pasado caímos por la guerra con Rusia: embarqué a Suecia y no dejaron pasar la carga. Tuve que traerla y se vendió en Buenos Aires finalmente”, cuenta.

La oportunidad de producir alimento para el creciente ganado que al sur del Río Colorado engorda es una opción mucho más atractiva para la pequeña y mediana escala. Apenas un eslabón en el largo camino para que la carne vacuna deje de ser un lujo en la patagonia.

Crisis arrima nuevamente la cuestión de la cera a Jorge, que no tiene dudas: “Yo no te como una manzana encerada ni en pedo, pero la gente come por los ojos. Teníamos toda la maquinaria con el tramo de encerado desactivado, y tuvimos que ponerlo de nuevo porque ya no podíamos salir a vender”, confiesa.

capitalismo frutal

Sesenta kilómetros más al oeste, en Chimpay, Moño Azul (Grupo Prima) tiene 130 hectáreas de peras y manzanas protegidas de las inclemencias climáticas. Con probabilidad lograrán los 60 mil kilos que planifican cosechar por hectárea —variedades Gala y Pink Lady de manzana para exportar. No es ni el 10% de las hectáreas que en total tienen en producción (1500), pero dan un buen panorama de cómo es a esta escala.

Héctor Riquelme, jefe de producción, nos acompaña por las larguísimas filas de frutales: “En abril, terminar la cosecha. En mayo, podar. Septiembre, defender de la helada, noviembre, ralear, y en enero, empezar a cosechar de vuelta”, repasa. En medio del aséptico monte la tradición irrumpe: aparecen con escaleras y maletas, como hace 60 años, decenas de trabajadores tucumanos y salteños. Sin embargo esta revancha del trabajo manual, pesadilla del capitalismo frutal, no rinde como lo hizo alguna vez para los laburantes.

Se cosechan las últimas parcelas de estos tres meses de laburo en los que por día cada cosechador descargó, en promedio, unos 1500 kilos. Llegan en bondis que pone la empresa y varios vienen a pata porque viven en las gamelas —galpones divididos en piezas— que la empresa pone para quienes vienen a laburar toda la temporada lejos del pago. Cosas que la calculadora no suma.

 

“Era todo monte libre, plantas enormes. Tenías que poner una escalera de 14 escalones para llegar arriba. Rendía bien pero cuando hicimos la plantación nueva, con más plantas por hectárea, rindió más”, cuenta y mira al Río Colorado.

 

Quienes allí trabajan de precios no saben. Sí saben que la cosecha irá al empaque de la misma firma en Villa Regina pero no saben ni cuándo ni a dónde se venderán. “Nosotros tenemos solamente que sacar la fruta”, dirá Riquelme que, así como se atormenta por la cantidad de gastos que implica llevar fincas como estas, conoce los problemas de la otra escala: “Un chacarero chico, de 30 hectáreas como mi suegro, no puede bancar a 30 tipos en blanco. Con pastura precisás solo uno que riegue y el resto contratás. Alguien con 20/25 hectáreas de eso vive bien, por año le hacés 5 cortes y estás”, dice.

el ojo de sauron

En Villa Regina, Moño Azul tiene uno de sus enormes centros de empaque que procesan y almacenan cientos de miles de kilos de peras y manzanas rapidísimo. Adentro de la fábrica nada se detiene una vez que el camión descargó la tanda de frutas a procesar. Trescientas personas trabajan corte Tiempos modernos, al ritmo de la cinta por la que avanzan peras antes volcadas en una pileta, lavadas, clasificadas por una máquina óptico-volumétrica para que tamaño y color no se le escape a ese computarizado ojo de Sauron. Las cajas que pronto estarán llenas dentro de las cámaras de frío cuelgan de ganchos que siguen un riel en paralelo a la fila de empacadores que toman las frutas que caen en su tambor y hacen el pase de manos que en 1965 Antonio Di Benedetto apuntaba en sus crónicas elegantemente: una mano toma la fruta, la otra el papel, y en un instante la fruta queda envuelta y puesta en el cajón. El ruidito del papel envolviendo la fruta se suma a la sonoridad de fondo de esa gran orquesta productiva sonando en el vacío de un alto tinglado. Otra vez el trabajo manual como hace décadas. Así tantas veces hasta que el cajón queda lleno, se anota en la computadora y se le pega una etiqueta que dirá de qué finca salió la fruta, quién embaló y varios códigos más que harán a la trazabilidad de la fruta.

qué verde era mi valle

Antes del despliegue del capital inglés en la Patagonia, al sudoeste, entre el Nahuel Huapi y Junín de los Andes, existió el País de las Manzanas. Otra historia de frutales, en este caso silvestres, que la vida colonial a un lado y el otro de Los Andes trajo por estas latitudes, y los manzaneros —como se llamaron a sí mismos, liderados por el cacique Valentín Sayhueque— laburaron haciendo chicha de manzana, que los conquistadores y viajeros de entonces bebieron como sidra.

 

Se cosechan las últimas parcelas de estos tres meses de laburo en los que por día cada trabajador descargó unos 1500 kilos. Llegan en bondis que pone la empresa y varios vienen a pata porque viven en las gamelas para quienes hacen la temporada lejos del pago. Cosas que la calculadora no suma.

 

La historia de la manzana podría comenzar por ahí: por las cosechas estivales en esos montes silvestres, holgura frutal de los otoños de lanceros y pobladores que resistieron hasta el final el avance militar huinca. Entonces llegó el monopolio.

La administración inglesa del ferrocarril proyectó en estas tierras un enclave para abastecer de fruta el viejo continente y, luego de las obras que permitieron la gestión del riego, financió a criollos y europeos la compra de pequeños lotes donde se plantaron los primeros perales y manzanos con destino comercial. A continuación, la Argentine Fruit Distributors (AFD) fue la comercializadora que compró a esos minifundistas toda la producción y en tren sacó para afuera lo que la tierra y el trabajo daba.

En los cuarenta, la nacionalización de los ferrocarriles desarmó el monopolio de la AFD y algunos comerciantes de los mercados mayoristas argentinos ocuparon ese lugar. Algunos menos consolidaron su posición con la inversión en frigoríficos hacia los sesenta, hasta fines de los setenta en que capitales extranjeros volvieron a interesarse en la producción de estos valles.

La última estación de esta historia tiene lugar en la última década, cuando los capitales extranjeros se fueron. La brecha cambiaria, la pérdida de los mercados más exigentes (Europa) y la volatilidad económica explican el actual mapa de actores.

las cuatro familias

Hoy la producción y comercialización de peras y manzanas tiene cuatro empresas autodenominadas familiares-integradas de la finca a la venta, con entre 1500 y 2000 hectáreas en producción. Grupo Prima (Patagonian Fruit, Moño Azul, Expofrut), el mayor actor en comercialización, exporta la mayoría de su producción, tiene venta online para CABA y zona norte de Buenos Aires, y explota la producción orgánica con fuerza.

Kleppe (marca Gaucho), al igual que Cervi —otra de las grandes—, empaca y comercializa solo la fruta que produce. Y 3 Ases, de la familia Grisanti, comercializa su fruta (1200 hectáreas) y la de otros.

A estas empresas las distingue la compra de tierras para producir: la inmovilización de ese capital es irracional para modelos de negocios como el de Dole y las grandes bananeras, para las que es mucho más negocio invertir en comercialización y comprar a los productores, que son sus proveedores casi empleados. Digamos: el viejo modelo inglés.

“Si no lo hacen es porque no pueden”, dice el profesor Luis Tiscornia en la Facultad de Ciencias Agrarias de Cinco Saltos. Antes de estudiar el tema, Luis supo cosechar algunos veranos para hacer unos mangos. Cuando valía la pena. Recuerda en alguno de sus laburos de campo a un ingeniero de alguna de estas grandes que le decía: “Exprimimos tanto al chacarero que ahora no tienen calidad para ofrecernos. Entonces tenemos que hacerla nosotros. Desde su perspectiva el chacarero ya no es buen oferente”, dice.

La sede de la facultad es la histórica estación experimental de Cinco Saltos, lugar de consulta de aquellos colonos que apostaron al frutal. Buen lugar para conversar sobre el futuro de la actividad: “Lo que antes se llamaba la unidad mínima de producción se levantó. Los de más abajo se fueron fundiendo pero hay todavía una lonja de pequeña y mediana empresa que es importante preservar. Necesita una política específica porque tienen objetivamente más costos que la gran empresa”, dice.

Por último, Tiscornia nos sugiere una precisión conceptual a la hora de pensar estas empresas: “La categoría de familiar tiene que ver con la mano de obra: si es familiar o asalariada. Se dicen empresas familiares porque el hijo es gerente, el primo… La familia está en la cúpula directiva de la empresa. Hay una escala donde la familia no te alcanza para gerenciar y tenés que recurrir a ceos, gerenciamiento asalariado”, sugiere.

alto valle

“Fue una cosecha bastante buena”, dice Nicolás Sánchez, CEO del Grupo Prima. Los primeros meses del dólar agro implicaron cobrar mejor la exportación a cambio de un compromiso de no aumentar el precio interno, que siempre se justificará de acuerdo con el stock que haya en los frigoríficos. Sobre las tendencias de la producción y la reducción de la superficie plantada, arma su propia línea de tiempo: “Siempre hay ciclos de plantado cuando hay un tipo de cambio real alto en equilibrio. Y hubo ciclos de crecimiento y decrecimiento de consumo en el mercado interno. Uno fue de 2003 a 2009, se plantaron 15 mil hectáreas. Luego, de 2010 en adelante, el atraso cambiario, con inflación en dólares. En ese período esas 15 mil o incluso 20 mil se cortaron”.

 

La transformación de la propiedad de la tierra y las unidades productivas no deja mucho lugar a dudas: de los 5500 productores que en 1971 había, en 2021 se contaban 1479. En 1973 las empresas integradas y concentradas manejaban 7200 hectáreas y en la actualidad manejan 21 mil. En forma inversamente proporcional los productores asociados e independientes en 1973 manejaban 28 mil hectáreas y actualmente 11 mil.

 

Al llegar al Alto Valle, por General Roca, comienza a hacerse mucho más densa e intensiva la existencia de fincas frutales, cubiertas con mallas de protección contra granizo, distintos sistemas para combatir la helada, árboles nuevos y biotecnología que estabiliza los rindes.

En Contralmirante Cordero, bien cerca de donde todo comenzó, Jorge Aragón, ingeniero agrónomo jubilado, ya de vuelta de la fruticultura de alta inversión —trabajó en Kleppe mucho tiempo—, hoy apuesta a la agricultura biodinámica y a la nueva ruralidad.

El proyecto rural integrador que animan junto a Cecilia Ambort —Janus— plantea formas menos agresivas y regenerativas de trabajar la tierra y producir alimentos. “El proyecto del Ingeniero Cipolletti generó esta maravillosa obra de riego que todavía está activa y nos desafía a mantener el valor que se le dio hace más de 100 años”, dice mientras contempla desde arriba el canal principal de riego que divide a la izquierda el desierto y a la derecha las miles de hectáreas irrigadas por ese canal, que todos los años en agosto se pone en marcha, y se seca en invierno para mantenimiento.

A Jorge lo atormenta “el despropósito de 30 mil hectáreas abandonadas o fuera de la producción original”. Por eso con ímpetu juvenil lleva y trae a crisis para que vea: fincas abandonadas y asilvestradas, fincas modernísimas y grandes de Kleppe. Mientras maneja, señala todo el tiempo que puede las chacras que ya no son.

Si bien el libro blanco de la fruticultura que sacó el gobierno de la Provincia de Río Negro en 2018 ya hablaba de 15 mil hectáreas en estado de abandono, y otros cálculos hablan de algo más, quizás convenga tomar de referencia el récord de 56 mil hectáreas en producción, de las que hoy quedan unas 40 mil, casi mitad y mitad entre peras y manzanas. La transformación de la propiedad de la tierra y las unidades productivas no deja mucho lugar a dudas: de los 5500 productores que en 1971 había, en 2021 se contaban 1479. Dice un trabajo de 2022 de Julián Álvarez, secretario de Fruticultura rionegrino entre 2012 y 2014: “En 1973 las empresas integradas y concentradas manejaban 7200 hectáreas y en la actualidad manejan 21 mil. En forma inversamente proporcional los productores asociados e independientes en 1973 manejaban 28 mil hectáreas y actualmente 11 mil”.

Llegando a Neuquén, otras opciones más tentadoras explican el abandono de la fruticultura: el crecimiento urbano en la zona vuelve caros los loteos, y entonces quien tiene algunas hectáreas prefiere hacer guita el suelo para que los desarrolladores hagan su gracia. Y está bien cerca de Añelo, es decir, de Vaca Muerta y su necesidad de plazas logísticas que también de a poco ocupan lo que antes eran puras fincas frutales. Por Allen van y vienen los camiones llenos de arena de sílice, que se usa para el fracking. Por Vista Alegre las fincas productivas tienen al lado, o incluso adentro, la explotación de petróleo. Conviven porque la fractura de la piedra para extraer el petróleo a 3000 metros de profundidad es algo lejano a las napas que importan al negocio frutal, dicen los productores de allí. Además de la disputa por el suelo, la mano de obra es un problema que buena parte del empresariado frutícola prefiere desconocer con la cantinela del “no quieren laburar”: la promesa petroca de un sueldo altísimo, o bien la alternativa de un posible trabajo municipal en la provincia petrolera, se vuelve más tentadora que la temporada de cosecha.

Junio de 2023. Dicen las noticias: 148% de inflación interanual en la manzana, medición de INDEC. Otro año por encima de la inflación promedio y desde 2020 más caras en dólares en el mercado interno que en otras ciudades del mundo que importan esas mismas manzanas. Menor cantidad y calidad de manzanas en el país que lo espera todo de las exportaciones agrícolas —y ahora de los otros dos negocios extractivos que implican zonas de sacrificio. Difícilmente se construya así el derecho de morfar rico y bien. Después de un siglo produciendo como enseñaron los gringos, ¿habrá quedado atrás para siempre el país de las manzanas?